CAPÍTULO 1 - LA SANGRE QUE LE QUITÓ LA INOCENCIA
Allí estaba, contra las rejas, sabía que la
podían asesinar. El bebé que llevaba en el interior de su vientre empezó a
moverse. Tenía frente a sus ojos un cuchillo viejo y oxidado que, con la mano
derecha, esgrimía un interno; aquel hombre había sido herido recientemente en
el calabozo y se encontraba chorreando sangre de la cabeza. Sudoroso, sin
camisa, con un pantalón corto y deshilachado, descalzo y escupiendo saliva
ensangrentada, la amenazaba.
Karla respiraba cada vez
más rápido, mientras el otro recluso se cubría detrás de la joven, agarrándola
por la cintura. Las crudas paredes grises, abandonadas y húmedas, y los
barrotes despintados, que dejaban asomar el frío metal y el óxido que los
corroía, le parecieron más amenazadores que nunca. La escasa luz y los golpes
en el suelo agrietado y envejecido por el paso del tiempo, además de los gritos
de los demás internos, alertaron a todo el penal.
—¡Salí, hijueputa!
—le dijo el agredido al convicto que se escondía detrás de la joven
funcionaria.
Aquel individuo veía en
ella la tabla de salvación, su escudo humano antipuñaladas, y la agarró por la
cintura aún con más fuerza, mientras le acercaba su apestoso aliento al oído y
reunía fuerzas para gritar.
—¡Vení pues, malparido! Qué
pensaste, ¿que no me iba a vengar?
Mientras, en un descuido, y
como si de un fantasma salido del mas allá se tratara, Ulises Andrade se ubicó delante de la funcionaria para protegerla con su
cuerpo; en un acto heroico abrió los brazos y posó sus ojos sobre el arma que
llevaba el interno herido. Era un sándwich humano de cuatro personas. Las
enfermeras, que habían visto cómo un convicto había agredido al otro durante su hora
de sol, gritaban: «¡Ayúdenla, ayúdenla!».
La guardia interna llamaba
a los refuerzos por radio, y el bebé de la joven madre quiso reventar su saco
amniótico por el estrés. El corazón de ambas —madre e hija— latía cada vez más
fuerte y rápido, y la hoja afilada del interno pasaba muy cerca del cuello de
Karla y de su defensor una y otra vez, mientras Ulises
lo esquivaba y balanceaba a la mujer
para que no fuera herida. Los gritos de los internos ante la situación y el calor de Cali,
sumados al odio del agredido, que solo tenía en su cabeza clavar aquel hierro
mortal y vengarse de la puñalada que le habían propinado, provocaban que la
situación fuera de máximo riesgo; pero, en un acto inteligente, el sargento
Molina, jefe de la guardia interna, se acercó por detrás con sigilo y le puso
al convicto un revolver en la cintura.
—Soltá el arma —le ordenó.
—¡No!
Ese hijueputa tiene que pagar por lo
que me acaba de hacer, sargento. Mire cómo me ha dejado, casi me mata. Déjeme
que le tengo que dar bien dado por cobarde, ¿no ve que me cogió dormido?
—Soltá el cuchillo, ¿acaso no te das cuenta de que la doctora
está embarazada? Ella no tiene la culpa de los problemas entre ustedes.
Karla, con los piernas temblando y los ojos llorosos, gritó.
—¡Paren
ya! Siento que me baja agua... ¡mi niña, mi niña! ¡Ayúdenme, por favor!
Así fue cómo, en un
descuido, el sargento agarró al vengador por el cuello con su brazo izquierdo,
mientras le ponía el revólver en la espalda con la otra mano.
—¡Soltálo! —gruñó en su oído mientras forcejeaba con él.
Los dos internos en disputa reaccionaron y el del
cuchillo lo tiró al suelo. Acto seguido, un guardián se agachó y lo recogió
para decomisarlo, mientras Karla se desvanecía sobre Ulises. Este la agarraba
bien fuerte y la acompañó hasta la reja que daba al exterior, al lado del
economato. El guardián abrió la verja y se la llevó del brazo mientras ella iba
recuperándose del susto.
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